Era un día de sol y cielo despejado; él y el wing del equipo (ESENABLA OGEID) estaban parados en su propio campo esperando que sus compañeros volvieran y que el equipo contrario hiciera la salida de mitad de cancha, después del try convertido que los dejaba “a tiro de empate”.
En ese momento pensó -y fue ciertamente un salto de conciencia- dos cosas: que el rugby era un deporte hermoso y que quería vivir en un lugar donde pudiera disfrutar del aire libre.
Hacía ya varios años (más de veinte) que miraba rugby internacional; siempre tenía presente las palabras de la filósofa francesa Catherine Kintzler: “El rugby hace referencia a la violencia de grupo, la más primitiva y la más fundamental: la de una tropa de machos armados sólo con su cuerpo. Pero esto es una alusión: se puede ver lo que sería el rugby sin reglas precisamente porque no se llega hasta ese extremo. No se cierra del todo el chorro de violencia; tampoco se abren las compuertas, porque en ese caso la situación sería explosiva. Pero siempre queda un cierto temor ...”
Admiraba -y hasta se podría decir que envidaba, aunque la envidia no formaba parte de sus sentimientos- a cuatro jugadores (tres neocelandeses y un irlandés): BYRON KELLEHER, DANIEL CARTER, SONNY BILL WILLIAMS (de él “se enamoró” apenas lo vio) y BRIAN O’DRISCOLL (el primero en el tiempo).
Decidió que, a pesar de que tenía 40 años, empezaría a jugar en forma regular; se lo iba a “tomar en serio”.
En la semana visitó una inmobiliaria y averiguó por una casa con jardín en un lugar tranquilo y rodeado de verde.
Algunos días después, una mujer lo llamó por teléfono para decirle que, según lo que había pedido, tenía “la casa ideal”; arreglaron y lo llevó a conocerla.
En “la casa ideal” estaba viviendo una pareja joven con su bebé. En cuanto entró quedó deslumbrado por el parque; era amplio y desde allí se podían ver sólo dos cosas: cielo (bien celeste) y campo abierto.
Pensó que había que hacerle algunos arreglos, pero eso era lo de menos. Decidió que sí.
Volvió unos días más tarde por su propia cuenta; el marido no estaba. La mujer lo invitó a pasar; él se quedó casi todo el día jugando con el bebé en una de las habitaciones. Ella, en un momento, se sumó al juego. Era delgada y llevaba puesto un jean azul algo gastado con una blusa blanca de bambula; tenía parte del cabello atada por detrás de la cabeza (el resto le caía más allá de los hombros). Después de un tiempo de estar los tres juntos (¿media, una, dos horas?), la mujer se le acercó (estaba acostada en el piso boca abajo, con las piernas dobladas por la rodilla en ángulo recto) hasta quedar con la cara casi pegada frente a la suya y le dijo: “¿me das un beso?”.
Entonces él se movió suavemente (también estaba acostado en el piso boca abajo, con el bebé sentado a su izquierda) y apoyó sus labios sobre los de ella, tomándole el inferior. Fue lo más parecido que conoció a un beso de amor.
En la penumbra de la tarde, volvieron a la casa juntos después de hacer las compras; ambos iban cargados de bolsas y sonriendo. En la puerta de la casa, los estaba esperando la mujer de la inmobiliaria: se dio cuenta de todo apenas los vio. Quería mostrarle algo nuevo que había en el parque. Era una calesita blanca de metal con varias reposeras (todas unidas por el centro) orientadas al sol; estaba ubicada al borde de una piscina rectangular (llena de agua cristalina), sobre un piso de baldosas de color ladrillo. A él le gustó pero le pareció “mucho”.
Pasaron dos o tres días y volvió a la inmobiliaria; esperó en la recepción. La mujer lo llamó aparte con la excusa de un msj de texto que había recibido en su teléfono celular. Entraron en una sala; ella cerró la puerta y se empezó a desvestir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario